04 de enero de 2016

Identidad cultural: la construcción colectiva de la calidad

El INTA acompaña proyectos que buscan diferenciar y agregar valor en origen a los productos. Desde el chivito patagónico, el salame de Colonia Caroya o el cordero mesopotámico, hasta el melón de Media Agua, un recorrido por experiencias que marcan la diferencia.

Cecilie Esperbent
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Cientos de productores, a lo largo y ancho del país, se esfuerzan por diferenciarse e identificarse como proveedores de alimentos y productos de calidad certificada. El INTA acompaña el desarrollo de proyectos que buscan distinguir producciones marcadas por su lugar de procedencia y el proceso que permite elaborarlas.

Son productos con características únicas, resultado de la combinación de recursos naturales locales (suelo, relieve y clima) con tradiciones culturales (conocimientos especializados que se trasmiten por generaciones) en una zona determinada, que generan un vínculo entre el producto, el territorio y su gente.

En la Argentina, la Ley Nacional Nº 25.380 (y su modificatoria, la Ley 25.966) define a la Indicación Geográfica (IG) como “la designación que identifica un producto como originario del territorio de un país, de una región o localidad, cuando determinada calidad u otras características del producto son atribuibles fundamentalmente a su origen geográfico”.

En cuanto a la Denominación de Origen (DO), establece que es el sello que sirve para “distinguir un producto originario de una región, provincia, departamento, distrito, localidad o área del territorio nacional, cuyas cualidades o características se deban exclusiva o esencialmente al medio geográfico, comprendidos los factores naturales y humanos”.

Para el especialista del INTA en sistemas de gestión de la calidad para la valorización de productos agroalimentarios, Marcelo Champredonde, la articulación entre actividades sociales y productivas movilizadas a partir de la valoración de la identidad local y la cultura, implícitas en la denominación de origen, genera una sinergia en las actividades desarrolladas en la región que refuerzan las interacciones entre los espacios rurales y urbanos.

“Las DO pueden ser una herramienta y sirven para la valorización de los recursos locales, genéticos y materias primas específicas, saberes, herramientas e instalaciones particulares del territorio. Además, permiten reconocer el patrimonio y la (re)construcción de la identidad territorial”, señala Champredonde y agrega: “Aportan un nuevo horizonte a la sostenibilidad del sistema”.

El creciente interés por el uso e implementación de este tipo de herramientas se debe a las posibilidades que ofrecen para promover y preservar las especificidades territoriales expresadas en un producto y, sobre todo, que el consumidor pueda diferenciarlos.

“Sin dudas, estas certificaciones pueden convertirse en herramientas para la promoción del desarrollo territorial, ayudan a proteger la imagen, afianzar la identidad de los habitantes de un determinado espacio geográfico, a partir de la reivindicación de una cultura y el rescate de saberes locales y ancestrales, en algunos casos”, asegura el técnico del INTA.

La construcción tanto de una indicación geográfica como de una denominación de origen, incentiva a los productores por la obtención de un reconocimiento social, por la promoción de una actividad con calidad certificada y por la posibilidad de un incremento de sus ingresos debido al agregado de valor en origen que implican. Para obtenerla, es necesario incorporar una serie de recursos técnicos y de gestión que implican desde un protocolo hasta la organización del territorio.

Nexo entre el saber hacer y la cultura

Según la especialista en indicaciones geográficas del Programa de Gestión de Calidad y Diferenciación de Alimentos (Procal) del Ministerio de Agricultura de la Nación, Elena Schiavone, los alimentos con identidad territorial se convierten en el vínculo más fuerte entre los espacios rurales y la sociedad en general, ya que “conectan a los consumidores con un lugar o región, con la gente que los produce, con un pasado y con un futuro”.

Las IG son un signo distintivo, dentro de la propiedad intelectual, que sirven para diferenciar un producto frente a similares de su mismo tipo, y comunican el atributo derivado del origen geográfico. “El nombre de un lugar geográfico sirve para identificar un producto cuyas características diferenciales se deben a factores naturales y/o humanos y admite que una parte del proceso no transcurra en el mismo lugar. Un ejemplo claro es el salame de Colonia Caroya, en la provincia de Córdoba. La materia prima se adquiere fuera de la zona geográfica; su calidad diferencial está en la receta, en la elaboración característica de esa localidad cordobesa”, explica Schiavone.

En cambio, las DO responden a características que se deben exclusivamente al origen geográfico. “Aquí, todo el proceso, desde la materia prima hasta el producto final, se produce y elabora en una misma zona geográfica. Un buen ejemplo es el chivito criollo del Norte neuquino”, sostiene la especialista.

En el país, ambos sellos de calidad (IG y DO) están regulados por la Ley 25.380, que cubre todos los productos agrícolas y alimentarios. Garantizan al consumidor que el producto es genuino, proviene de la zona de la cual lleva el nombre y contiene las características vinculadas con el origen geográfico que fueron registradas.

En este sentido, la calidad vinculada al origen (tipicidad, historia del producto y su carácter distintivo asociado a factores naturales o humanos, como el suelo, el clima, los conocimientos locales o las tradiciones) tiene particular relevancia para el desarrollo rural.

Para Champredonde: “Las DO sirven para la valorización de los recursos locales, genéticos y materias primas específicas, saberes, herramientas e instalaciones particulares del territorio”.

Una mirada regional

Desde 2007, la Organización para la Agricultura y la Alimentación de las Naciones Unidas (FAO) y el Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura (IICA) se enfocan en promover la generación y el intercambio de información sobre los procesos de calificación de las indicaciones geográficas en los países latinoamericanos.

Para el especialista en agronegocios y agroindustria rural del IICA con sede en la Argentina, Hernando Riveros, “obtener esta certificación denota calidad. Para ello, se valoran una serie de características definidas colectivamente por los productores y relacionadas con sus prácticas tradicionales, los recursos locales y el esfuerzo de la organización local”.

Si bien esta distinción representa un beneficio para los productores y los consumidores, “la denominación y el sello deberían ser vistos como medios que contribuyen al desarrollo local y no sólo como instrumentos que apoyan el posicionamiento de los productos en nichos de mercado”, destaca Riveros.

Según el proyecto “Calidad de los alimentos vinculada al origen y las tradiciones en América Latina y el Caribe”, de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) en el que también cooperó el IICA, en América Latina existen numerosos productos tradicionales con fuerte identidad territorial. El planteo incluye un proyecto de apoyo a iniciativas piloto en la Argentina, Brasil, Costa Rica, Chile, Ecuador y Perú para fortalecer la implementación de esta herramienta de protección de los alimentos con calidad específica vinculada a su origen.

En esta línea, Riveros rescata y valora el potencial de la aplicación de las IG: como facilitadoras de la diferenciación de los productos, como el Café de Colombia, los cafés centroamericanos y el pallar de Ica; como promotoras del desarrollo de productos de calidad en territorios marginales, como el chivito criollo del Norte de Neuquén; como revalorizadoras del territorio mediante el reconocimiento de organizaciones, de prácticas de cría, cultivo o transformación, del patrimonio cultural, el chivito argentino y el guaraná de Maués (Brasil).

Rescatar lo autóctono

El chivito criollo del Norte neuquino fue el primer alimento de la Argentina con protección de origen. Le siguió Lana Camarones, un proyecto que puso en valor la producción de lana fina y superfina proveniente de la localidad de Camarones, Chubut. Ambos se destacan porque presentan características diferenciales comparados con otros similares hechos en otras zonas geográficas.

En la actualidad, en la zona Norte de la provincia de Neuquén, más de 1.500 familias de pequeños productores se dedican a la crianza extensiva de caprinos. La aprobación de la DO es la etapa final de un minucioso trabajo que realiza desde hace cinco años el Consejo Asesor de la DO integrado por productores y comercializadores de chivitos criollos, acompañados por el INTA, el Ministerio de Desarrollo Territorial y los municipios de la zona.

Al respecto, el jefe de la agencia del INTA en Chos Malal (Neuquén), Carlos Reising, sostiene que “los productores del norte neuquino asumen como compromiso el seguimiento de estrictos protocolos de calidad y usos tradicionales de esta producción caprina”.

La cría extensiva de los animales en los campos de cordillera, la diversidad de ambientes que presentan las montañas de la región, la disponibilidad de abundantes manantiales, el clima agreste y el desplazamiento regular y cíclico entre las zonas de pastoreo, brindan un escenario único que modeló, junto con la atenta selección de los crianceros, a la raza caprina criolla neuquina, reconocida ahora a escala nacional con la DO del “Chivito Criollo del Norte Neuquino”.

En esta misma línea, el cordero mesopotámico también busca una certificación de calidad que lo diferencie en el mercado. Allí, más de 6.000 productores del Sur de Corrientes y Norte de Entre Ríos, trabajan junto al INTA para caracterizar la agroecología de la zona, de los sistemas productivos y de sus carnes. Para apoyar esta iniciativa se implementa un proyecto del Fondo de Cooperación Técnica del IICA de carácter regional, en el que participa también EMBRAPA de Brasil.

De acuerdo con el jefe del INTA Curuzú Cuatiá (Corrientes), Luis Rivero, las conclusiones de los últimos talleres realizados entre productores y técnicos apuntan a “la indicación geográfica como una herramienta que los ayudará en la rentabilidad, continuidad, contar siempre con mercados, mejora de los campos, mantener la tradición, promover el consumo, contar con frigoríficos, mejorar el poder de negociación en la comercialización y saber organizarse”.

El cordero típico de esa región es de las razas Corriedale, Romney Marsh, Ideal y sus cruzas. Es criado en sistemas extensivos a campo natural (con pasto) y es comercializado de los 5 a 6 meses cuando alcanza un peso menor a 25 kilogramos.

Rivero: “la indicación geográfica los ayudará en la rentabilidad, mejora de los campos, mantener la tradición, mejorar el poder de negociación en la comercialización y saber organizarse”.

El valor del saber local

La construcción de estas certificaciones de calidad permitió la articulación de los actores de un territorio detrás de una iniciativa participativa y consensuada. Esta iniciativa integra instituciones políticas, educativas y de desarrollo, al tiempo que fortalece la identidad local.

“Para hablar de IG debemos poner el foco en que se trata de un producto que posee una calidad específica originada fundamentalmente por el territorio del cual proviene, que se identifica por los saberes locales”, señala Champredonde y ejemplifica: los salames producidos en Colonia Caroya pueden ser identificados porque “tienen un conjunto de características sensoriales y de apariencia comunes, que los identifica y los diferencia de salames producidos en otras zonas”.

En 2008, como respuesta a la reputación y prestigio que adquirió el salame de Caroya en los mercados nacionales, el municipio y el INTA junto con los elaboradores locales iniciaron el proceso de construcción de una certificación que valide la diferenciación. Luego se sumaron otras instituciones como el INTI, la Universidad de Quilmes, el Centro Latinoamericano para el Desarrollo Rural (RIMISP) y la FAO. También colaboraron en este proceso el Procal y el Instituto Nacional de Investigaciones Agrícolas (INRA) de Francia.

“El proceso de diferenciación se inició con un diagnóstico que permitió identificar los principales factores territoriales que le confieren tipicidad al producto”, explica el técnico del INTA y agrega: “Se destacaron la presencia de saberes empíricos reflejados en la elaboración del salame (conocimiento de la receta, la elección del tipo y calibre de la tripa y a la selección de cortes y separación de nervios de la carne de cerdo y vacunos) y en el proceso de maduración (estimar la humedad superficial del salame y la regulación de la humedad ambiente y la temperatura del sótano)”.

Estos caracteres son los más difíciles de aprender, debido a que comprenden desde las técnicas más antiguas de colocar brasas para secar o bolsas mojadas para humedecer el ambiente y hasta la gestión de la ventilación natural, a la moderna implementación de climatizadores.

El rol del “consumidor conocedor” no es menor: el saber degustar no se limita a la apariencia y las características como sabor, consistencia, nivel de humedad, sino también a la implementación de prácticas como el corte de rodajas y la combinación con alimentos acompañantes como el pan casero y el vino local.

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